-No entiendo porque hacemos esto cada año. ¡Es absurdo!- exclamó el pequeño Gabriel con toda la vehemencia e ira que podía contener un niño de ocho años en su interior.
Las manos de
Margarita temblaron y el fósforo recién
prendido casi se le resbala entre las manos. Lo apagó resueltamente mientras
pensaba en cómo explicar a su hijo una vez más la importancia de todo aquello.
Y aunque no conseguía que las palabras brotasen de su garganta, su mente,
llevaba rato buceando entre sus recuerdos.
Hija de padre
español y madre estadounidense criada en México, Margarita, nacida y criada en
un pequeño pueblo de Valladolid, creció
con la certeza de que la verdad absoluta no existía. Tan sólo versiones
certeras de una misma realidad.
La realidad
era que en todos los países del mundo las personas se enamoraban, nacían,
estudiaban, trabajaban, se morían… Lo que cambiaban eras las versiones. En unos
países se amaba sin diques, mientras en otros podías ser perseguido según a
quién amases. En unos, los niños nacían en hospitales de sábanas blancas
rodeados de familiares y amigos mientras que en otros los niños nacían en medio
de ruidos de bombas o con maldición según su sexo. Había países en los que
estudiar era un privilegio y si eras mujer estaba prohibido mientras que cruzando
el charco había gente desaprovechando ese derecho. Y así con todo. Hasta con la
muerte.
Ella
pronto notó la diferencia entre sus
padres a la hora de abordar casi todo, pero sobre todo con este tema. Su padre
decía que había que honrar a los difuntos con flores, recuerda como le acompañaba cada año a dejar
flores al cementerio cada 1 de noviembre. Ramos enormes en este día, coronas de
flores en los cumpleaños o aniversarios especiales. Flores sueltas cualquier
domingo. Ella solía preguntar si los muertos podían olerlas. Pero la mayor
respuesta que obtuvo eran reprimendas silenciosas.
Lo de su madre
era otra historia, aunque era igual de inexplicable para ella. Cada año montaba
un stand en casa en honor a sus fallecidos. Una especie de altar repleto de
cosas que ella no entendía: Fruta para alimentar a los muertos, incienso
encendido para que el humo orientase el camino de los fallecidos, agua para
calmar la sed, flores, fotografías de los difuntos, figuras de santos…Su padre
decía que más que un homenaje parecía una fiesta, casi un insulto. Y hartos de
discutir sobre el tema habían optado por ignorarse esos días y no cuestionar
las acciones del otro.
Con el tiempo dejó de cuestionarlo, pero
seguía sin entenderlo. Para ella los muertos estaban muertos, no veían si les
ponías flores, o si visitabas sus tumbas. Ni mucho menos se dejaban guiar por
el camino del humo, ni por la luz de las velas, ni alimentaban sus almas con
sus platos favoritos. Así que lo dejó, con el tiempo dejó de acompañar a ambos
y pasaba ese día como cualquier otro, a su aire, a su manera, viviendo.
Hasta que se
fueron. Un día sus padres cruzaron ese umbral del que tanto se hablaba y la
dejaron sola para siempre. Entonces descubrió ese vacío que nada podía llenar.
Empezó a comprender las miradas perdidas en momentos especiales. Miradas de
niebla que siempre parecían mirar atrás. Aprendió del confort de los silencios
y de la necesidad de hablar de ellos, de
perdurar su recuerdo en la mente de su hijo, de rescatar sus costumbres y arrastrarlas
a su día a día, en un intento de
mantener su esencia junto a ella.
Ahora cada año
decoraba sus tumbas con flores, encendía velas, ponía fotos y figuras de
santos. Había mezclado sus recuerdos para honrarlos a ambos. Le parecía más
bonito así. Y cómo cada año, llevaba a Gabriel con ella para hacerle partícipe.
Y aprovechaba para contarles a ellos acerca de los progresos de su nieto.
-¿Mamá? – La pequeña mano de Gabriel mecía
su brazo llamándola.- Se dio cuenta de que llevaba rato perdida en sus recuerdos
y que su pequeño aún esperaba una respuesta.
-Lo hacemos para que sigan vivos, si
hablamos de ellos, si les hacemos partícipes de nuestras vidas es como si
siguieran aquí. Es… es mi tradición cielo, ni mejor ni peor que otras, tan solo
es la mía. Algún día encontrarás la tuya. Y, créeme, ese día, lo entenderás.